En medio de los trámites para solicitar la ciudadanía italiana (que nunca completé), revisando papeles sobre los antepasados, llegué a mi bisabuelo y -por la propia naturaleza de la indagación- descubrí sobre su vida y sobre su muerte cosas que desconocía.
Él, un campesino llegado a la provincia de Santa Fe a fines del siglo XIX desde el norte de Italia junto a su esposa y sus hijos, se había suicidado. Fue después de años de trabajo en el campo y de haber tenido un último hijo en su nuevo país: mi abuelo. La partida de defunción –la tuve entre mis manos– informaba: Muerte por ahorcamiento.
Pensé en ese momento, con relativo estupor ante la revelación tardía, cómo sobrevuelan los fantasmas familiares, cómo se cuelan en los intersticios, en las fisuras de la vida de los sobrevivientes, incluso a través de generaciones. ¿De qué modo me afectó saberlo después de más de un siglo? ¿Me afectó realmente? Sin embargo, hay allí una sombra que no sabíamos que existía y una trama secreta, silenciada, seguramente por tabú. No hay pasado intacto.
A partir de la noticia comprendí algunas cosas. Nunca había sentido en mi familia –o al menos en un sector de ella– la conexión con lo italiano tan usual en el pueblo en que vivíamos, que recibió en oleadas a aquellos inmigrantes.
La ignorancia de aquel suceso que tuvimos las generaciones posteriores se produjo a partir de un ocultamiento (¿lo sabía acaso mi padre?), seguramente a partir de la primera generación de argentinos (¿habría conocido mi abuelo –de muy corta edad entonces– la decisión de su padre? ¿presenció el acto? ¿alguien se lo dijo o no se lo dijo? ¿en algún momento lo supuso o lo reconstruyó?).
Y tal vez explica en parte mi ignorancia sobre el campo, sus lógicas y sus procedimientos, la absoluta desconexión, habiendo pasado la infancia y la adolescencia en un mundo intrínsecamente ligado a lo rural.
Es que alguien antes de mí había abandonado aquella geografía que parecía haberle sido concedida para siempre después de emigrar desde la aldea natal en el Piamonte, cruzar el mar, trabajar la tierra. Fue aquel secreto, tal vez, otra forma de condenar a los descendientes al permanente desarraigo.
Desandar el camino de los ancestros sumerge en aguas secretas. En el caso de mi bisabuelo, como es evidente, no puedo rememorar siquiera la trama visible. ¿Quién fue?
A veces suena vano el “sangre de mi sangre” cuando el vínculo se remonta a generaciones, y si no vano, al menos misterioso. Y en este caso, lejanamente perturbador.
Debido a los trámites de la ciudadanía, descubrí también que mi bisabuelo se había casado por primera vez, en Italia, con una mujer que murió muy joven, un año después de la boda. Me causó mucha tristeza pensar que tal vez murió de parto y que acaso murió también aquel supuesto recién nacido.
Volvió a casarse después con una prima de la primera esposa, muy joven también. Ella sería madre de mi abuelo, la viuda que en Argentina se quedó a cargo de él, que era pequeño cuando el padre murió.
En este caso, se habilitan otros interrogantes relacionados con el exilio y con el trabajo colmado de sacrificio, y se hace difícil saber si son muchos o pocos los suicidas -difícilmente haya estadísticas- entre los inmigrantes de esas corrientes que llegaron en el siglo diecinueve y decidieron morir por mano propia aquí, en el campo argentino.
Allá y en aquel tiempo hubo señales –se supone que el suicidio no ocurre sólo por impulso- y, en ese caso, conjeturo: qué señales hubo en medio de lo que imagino fue una vida de rústica parquedad.
No importa que estos sucesos estén hoy, en todo caso, asordinados. La memoria familiar no puede sino entroncar con la memoria histórica y ser caja de resonancia de aquellos ecos. La desconexión familiar con el mundo italiano -un mundo tan contundente, que dejó sus marcas en tantos aspectos de tantas comunidades- tuvo que ver quizás con el estigma del suicidio y con la consiguiente orfandad de mi abuelo.
Uno de sus hermanos mayores (que había nacido allá) visitaba su país natal con cierta frecuencia pero, en cambio, el menor de los hermanos, el único argentino, nunca demostró algún interés al respecto.
Mi abuelo fue, por supuesto, alguien más cercano en el tiempo y que llegué a conocer. Sin embargo, hubo otras instancias de su vida, especialmente de su juventud, de las que supe no hace mucho.
Era periodista en el pueblo, hecho que conocí y recordaba, pero hace pocos años, es decir también tardíamente, me enteré por una publicación hecha debido al centenario del Centro socialista de la región que por su militancia tuvo una activa participación: fundó periódicos, fue candidato a diputado, tuvo una imprenta.
Esto no solo es la pintura de una primera generación de hijos de inmigrantes sino que marca la desconexión de mi propia generación con las precedentes y, sobre todo, el tema de la preeminencia del ocultamiento en el entramado familiar: ¿por qué ocultar, acaso, una vida como esa, de participación comunitaria y de trabajo? Pero ahí estaban otra vez los secretos.
Desandé un camino: pienso en los suicidios en el pueblo que me impactaron durante la infancia. Viene un caso puntual a la memoria: un vecino que eligió arrojarse a un aljibe.
Años después de aquello vi “El sabor de las cerezas”, de Kiarostami. En el inicio de la película, aquel personaje desesperado busca en las afueras de Teherán a alguien dispuesto a enterrarlo después de que se haya suicidado.
Quien lo ayude en su viaje hacia la muerte deberá ir al amanecer, como en un ritual, al sitio donde cavó una fosa en una zona desértica de la periferia. Él se acostaría allí durante la noche tras haber tomado somníferos, y el ayudante debería sepultarlo a cambio de una gran suma de dinero.
Ahí comprendí lo que había hecho aquel hombre, en el pueblo, solo en la oscuridad de aquel pozo de agua: cavar sin cavar una tumba, cavarla solo con su cuerpo al tirarse en el pozo, prescindir del entierro, morir en soledad en el agua subterránea.
Mi madre era la que contaba aquella historia del “suicidado de la escuela”, ocurrida antes de que yo naciera. El patio escolar, destinado a los juegos del recreo, se llenó, después del horario de clases, de bomberos, maestros e incluso curiosos: alguien se había suicidado arrojándose a esa especie de aljibe, según relataba ella. Todos lo rodeaban en silencio, con solemnidad, imagino que con espanto contenido. Mi madre decía que el pozo “había llamado a la desgracia”.
Yo también recuerdo el pozo rectangular porque aquella fue después mi propia escuela. Estaba cerca de la torre de agua y creo que en épocas recientes fue rellenado. Durante los recreos, solía obsesionarme: me asustaba esa parecita baja con una tapa de chapa perforada que tenía agujeros pero a la vez me fascinaba espiar a través de ellos el agua allá abajo, que veía oscura y suponía fría.
Esa sensación me recorría la espalda cuando me asomaba a la profundidad a través de los orificios, los ojos encajados en ellos, las mejillas contra la chapa oxidada, agarrada de las manos con algunos compañeros por temor a que la tapa cediera y cayéramos al fondo del abismo. Vivía la fascinación de ese acto curioso y, al mismo tiempo, el terror de que aquello que espiábamos había sido para aquel hombre desconocido una tumba. Ese juego, acaso, se resignifique ahora.
Terminado el colegio secundario, me mudé a la capital provincial para estudiar. En esa ciudad, rodeada por los ríos, se escuchaban de modo repetido historias de ahogados.
En cambio, en mi pueblo natal, mediterráneo, con sus límites cercados por la tierra, aquellas muertes enfatizaban su propio dramatismo, su pesadilla. ¿Era el agua final (la búsqueda del agua en el fondo de un pozo como lugar para morir) una memoria del océano que a esos hijos de inmigrantes los había separado de su origen?
Mi padre ha muerto, mi abuelo también, y pienso en el gesto de reconocer la vida de los muertos. Más allá de los suicidios de impacto masivo o al menos más divulgados -en el arte, en la vida pública, de Sylvia Plath a Anthony Bourdain- que me han consternado como admiradora, los suicidas o en todo caso los futuros suicidas ¿formaron parte de mi vida?
Llamarlos de ese modo es injusto y los despersonaliza. Recuerdo a una amiga de los veintipico de años y el aturdimiento ante la decisión de la propia muerte en la juventud. Vuelvo a esa época, a un momento en particular: faltaba poco para que naciera mi primer hijo cuando ella se pegó un tiro.
El contraste de tan evidente parece impostado: yo iba a dar vida a alguien casi en el mismo momento en que ella elegía quitársela.
Una por una, sin invitación, fueron llegando a mi casa, durante la tarde, tres amigas. Venían no solo a hacerme el aguante, una especie de guardia el día de mi fecha de parto (que no se cumplió porque se retrasó como en muchas primerizas), era evidente que las impulsaba, además, la necesidad de reunirse ante la falta repentina de la amiga en común. Nos agobiaba aquel día el dolor pero tal vez también la irremediable pérdida de la ilusión, de esa crispada inocencia de los veinte años, algo que percibí realmente décadas después. Las hipótesis engañosamente previsibles sobre los motivos de un suicido -que se asocian a un supuesto propósito claro de un mero acto individual- no son comprobables ni responden las preguntas de los que fuimos cercanos a alguien que eligió morir. Y la pregunta que sobrevolaba esa tarde y nadie pronunciaba era: ¿cómo ninguna de nosotras había escuchado antes su grito de desesperación o de auxilio?
Después del nacimiento de mi hija, la vida fue otra vez como el sabor de las cerezas de la película de Kiarostami. Ahí, como antídoto o como otra cara de la dimensión de la muerte, otro personaje confronta al protagonista y propone la metáfora de las cerezas como valor de la vida.
Al pensar en los suicidios con todas sus aristas, más allá de la especulación y descartando prejuicios, queda develado su trasfondo: el sufrimiento. Y, en tanto, nosotros aquí estamos, pese a todo o justamente debido a todo, respirando.
Beatriz Actis es escritora. Su libro de cuentos “Viajeros extraviados” y su novela “Los poetas nocturnos” fueron premiados por el Fondo Nacional de las Artes. Publicó en España la novela “Cruces cierran los campos” y uno de sus libros recientes es “Variación sobre la costa litoral”, cuentos. También escribe literatura para las infancias; entre sus últimos libros figura “¿Llueve todavía?”, poesía. Es profesora en Letras, fue librera y trabaja en la formación docente, además de dirigir una colección de educación centrada en la lectura y coordinar un taller literario. Actualmente vive en Rosario, muy cerca del río Paraná, después de hacer una suerte de migración interna a través de la provincia de Santa Fe.