En los periódicos hay personas imprescindibles que muchas veces son anónimas. Personas que por no firmar noticias pasan inadvertidas, pero sin las cuales este diario, como tantos otros, no se publicaría cada día. Gente a la que muchos de nosotros hemos dicho, medio en broma medio en serio: “a este hay que ponerle una placa en la puerta”. Uno de ellos era José Luis de la Fuente, Chiqui para todos, incluso para su correo profesional. Chiqui ha fallecido esta madrugada en Madrid, a los 58 años.
Creció en Miguel Yuste. La redacción de EL PAÍS era su casa y nosotros, sus compañeros, su otra familia. Su presencia nos daba seguridad cuando entrábamos en pánico porque algo no funcionaba. Cuando se caía el sistema informático, cuando estabas a muchos kilómetros y no podías transmitir una crónica porque el ordenador fallaba o cuando te ibas de enviado especial y necesitabas una infraestructura que hiciera más fácil tu trabajo. Ahí estaba Chiqui para preparar con mimo hasta el chaleco antibalas.
Ni hablamos ya de otros momentos de zozobra, cuando unas obras o cambios de ubicación generalizados reclamaban su presencia plano en mano para escuchar a todos y tratar de que la mayoría quedase contenta y los daños fueran mínimos y colaterales. En unas y otras ocasiones la frase recurrente en la Redacción era: “¿Dónde está Chiqui?”. Y Chiqui aparecía con sus andares tranquilos y su sonrisa para llamar a la calma y arreglar el problema.
Por organigrama empresarial, Chiqui no pertenecía a la redacción, pero la realidad era otra. Siempre fue de los nuestros. Velaba por nosotros y nosotros por él. Nos quería tanto que durante una temporada se dedicó a hacernos fotos sin que nos diéramos cuenta y decoró con ellas su despacho.
En una reestructuración de esas que a veces acometen sin sentido las empresas, decidieron que su puesto ya no resultaba necesario. Todos alzamos la voz para defenderlo y nuestra directora, recién llegada, preguntó: “¿Quién es Chiqui?”. Con cuatro datos de lo que significaba para nosotros, Chiqui volvió a ser de los nuestros tan rápido como había dejado de serlo.
Le gustaban muchas cosas. A los redactores nos enseñaba a manejar los sistemas informáticos y a los estudiantes del máster, cómo se vivía en una redacción. Fue uno de los primeros en trastear con las redes sociales, en hablar de los diarios digitales a los que estaban empecinados en que solo había que apostar por el papel y también uno de los primeros en tener un blog, el último dedicado a la publicidad. Este periódico era una de sus pasiones, como también el Real Madrid, el equipo que le ha dado muchas alegrías y algún disgusto. Solo en esos días su sonrisa se desdibujaba.
La salud llevaba jugándole alguna que otra mala pasada en los últimos tiempos. Nos cuidaba a todos, pero él no se cuidaba tanto como hubiese sido necesario. Una compañera me cuenta que la última vez que habló con él estaba optimista y deseando volver a esa Redacción que tanto quería para seguir pendiente del primero al último, aunque tenía miedo de que alguno no le conociera después de algunos meses de baja. Así de rápidas ocurren las cosas en un periódico. Sus amigos charlamos hace poco para emplazarnos en una comida y ponernos al día. Él ya no estará sentado a la mesa, pero nosotros acudiremos a la cita para brindar por tantas cosas compartidas. Seguro que a alguno de nosotros se le olvidará tan terrible pérdida y se volverá a oír: “¿Dónde está Chiqui?”. Estas cosas ocurren con quienes se convierten en imprescindibles.